Coordinador General Corporación Escuela Pedagógica Experimental EPE
Ir tomados de la mano y caer rodando sobre la hierba y jugar en la caída y volver a correr para caer nuevamente en medio de los pastos, las florecitas y los cadillos. Distraerse por un momento, que puede ser tan prolongado como nos lo permita la curiosidad, a observar entre las hierbas los animalitos inesperados que saltan aquí y allá o que vuelan o que reptan. Ver las cochinillas y los cien pies y los grillos y tal vez las cucarachas o algún coleóptero rarísimo que no habíamos visto antes.
Observar ese pastal podado, o sin podar en el que echamos a rodar un balón para luego correr detrás de él y patearlo sin otra expectativa que alcanzarlo, o que alguien lo alcance, para que lo patee hacia nosotros para perseguirlo y luego patearlo para perseguirlo y, así a veces horas y horas. Y mientras tanto, pensar en los increíbles acontecimientos que se dan en un pastal, o en una cancha de futbol, desde la fotosíntesis inevitable de los verdes naturales hasta los equilibrios de los ecosistemas con presas y depredadores. Ese pastal donde ocasionalmente jugamos futbol es tal vez uno de los ejemplos más cercanos y muy elocuentes de cómo podemos los diversos tipos de seres vivos compartir el planeta rechazando la hegemonía de algunos que hacen que las cosas sean invivibles para los otros y la reservan inutilizándola para los cortos momentos en que se utiliza.
Una de los orgullos más valiosos es poderse echar sobre un pastal. Remplazar el pastal por un plástico o por algo sintético no sólo es restringir sus múltiples posibilidades de ser, a una sola opción: LA NUESTRA. Sino devaluar lo que somos, tropicales donde los inviernos no limitan nuestras posibilidades nunca, ni los veranos se convierten en un escándalo caluroso que nos agobia. Pero, por otra parte, a ese pastal que es (o era) nuestro, podíamos ir a muchas cosas cuando quisiéramos. Ahora tal vez -Dios no lo quiera- como hay que cuidarlo seguramente solo tendremos acceso si pagamos. Eso sería ser víctimas de la privatización y, de verdad no se qué tan buena pueda llegar a ser.
No dudo del beneplácito de muchos frente a la multiplicación de las canchas sintéticas. Tampoco dudo de las satisfacciones frente a las comidas rápidas y los sabores artificiales, a pesar de los venenos que los acompañan. Por su puesto reconozco que algunas de mis consideraciones son obsoletas cuando un grupo cada día más grande considera que es más » WAU»Pasar la tarde en un centro comercial que salir a un pastal de la Sabana, o a las cataratas de La Chorrera y el Chiflón o al parque entre Niebla, o a Chicaque, o al parque Pio Nono, o a la laguna de Ubaque. (Son sitios a donde donde se puede ir en alrededor de una hora e incluso para los cuales existe transporte público).
No se hasta dónde esa costumbre que se hace cada día más universal de ir a alguna parte para que todos se sienten silenciosamente a fijar la mirada en las pantallas de los celulares, sea compatible con lo que sucede con la “artificialización” de nuestros parques y esté en concordancia con la persecución a lo natural hasta destruirlo y la búsqueda incesante de lo artificial.