Dino Segura

Coordinador General Corporación Escuela Pedagógica Experimental

Es interesante, aunque no novedoso el planteamiento del profesor Wasserman, es un planteamiento estándar sobre la ciencia moderna que ciertamente data de unos 300 años. En estos 300 años con los resultados de la ciencia moderna hemos llevado no solo al planeta como totalidad sino a la humanidad en su expresión individual a peligros y sobre todo a callejones aparentemente sin salida en términos de la pobreza, la inequidad, la enfermedad y la guerra.

Porque el pensamiento moderno no es un conjunto amorfo de asuntos independientes, sino una organización estructural con coherencias internas innegables. La economía, la política y la ciencia, por ejemplo, son expresiones de una manera de pensar (el pensamiento moderno) con determinantes tan importantes como la causalidad y la lógica deductiva que lo dominan todo y que son lo que nos permite aceptar o no una afirmación o un resultado científico o rechazar uno no científico. Lo que quiero decir es que con respecto al pensamiento moderno debemos plantearnos no solo dudas sino temores en cuanto no sabemos hacia donde ni hasta donde nos va a llevar de manera lógica.

Podríamos entonces no solo discutir acerca de la validez de las afirmaciones y resultados desde el cumplimiento de los catecismos (“el método”) sino de su conveniencia para la humanidad: ¿hacia dónde nos estará llevando esta lógica, cada vez más pura y diáfana?

El mundo puede ser distinto y sería distinto si no estuviéramos tan esclavizados por la explicación, por ese platonismo exagerado. Que haya tratamientos alternativos que no nos caben en la cabeza porque tal vez no están hechos para nuestras cabezas deformadas por el imperio de la causalidad y el determinismo no puede llevarnos a negar ni su posibilidad, ni su existencia. Además. si algo debería primar en estos días es la modestia: debemos reconocer que hay muchas cosas que no entendemos y que existen. Nuestra incapacidad de comprender no puede llevarnos a negar ni su existencia ni su posibilidad de existencia.

En lo que deberíamos mantenernos en guardia es en el peligro inminente de perder como consecuencia de la intransigencia y la ignorancia, saberes ancestrales no solo relacionados con las enfermedades y los procedimientos de curación, sino con otros aspectos de nuestra humanidad. Me refiero a la posibilidad de ser felices más allá del imperio de las satisfacciones del consumismo. Me refiero a recuperar el valor y el encanto de la palabra en conversaciones incidentales de la familia o del vecindario, en parte abandonadas por el imperio de tecnologías que con la posibilidad del acercamiento hacen lo contrario, esto es, que las distancias entre dos personas sentadas ante una mesa estén a las inconmensurables distancias del olvido. Me refiero a la necesidad de recuperar la importancia del sobrecogimiento que produce un atardecer o la organización de una flor, de un girasol, por ejemplo.

Me refiero a la importancia de esos saberes y, a la vez, a lo inaudito de exigirles para garantizar su existencia, la aceptación de cánones derivados de otra manera de pensar y de vivir. Es tan contradictorio como exigirle a un color que, para aceptar su existencia, deba poseer una determinada forma.

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