Estamos viviendo una época de esperanza. Con expectativa esperamos cada nuevo gesto de nuestro presidente electo y cada nueva decisión que se toma desde los nombramientos hasta las entrevistas y acercamientos. Estamos peligrosamente asumiendo las cosas como un espectáculo y como un hecho y, por las convicciones que acompañaron las campañas, estamos tentados de aprobar lo que se hace. Queremos creer, … soñamos con haber logrado la garantía del cambio.
Paralelamente estamos viviendo otras situaciones. Nos están dando a conocer los informes de la comisión de la verdad. Y nos aterramos y, más aún, nos preguntamos acerca de nosotros mismos: Todos sabíamos que algo así estaba pasando y, por qué no hicimos nada … Juan C. Botero en El Espectador (ed. 8, 07, 22) señala: “Es una vergüenza que hayamos tolerado una tragedia de esta magnitud.”
Estoy seguro que cada uno de nosotros observa la situación desde su óptica ya sea desde su formación profesional, su experiencia o sus anhelos. Yo quiero hacer una mirada desde la educación. Estoy convencido de que esa actitud de espera y expectativa por lo que hará quien manda, nos ha acompañado siempre. A la par, la indiferencia ante lo que sucede, que ya la había criticado Lucho Garzón, se ha mantenido y es la que orienta muchas de nuestras conductas.
Esa cautela y cuidado por la conservación y la vida que se sintetiza en un “no te metas en lo que no te están llamando”, sigue vigente. Esa negativa generalizada a la NO participación en asuntos de interés público es una regla de conducta que hemos aprendido desde la escuela en la que se han individualizado las acciones y cada quien con un sálvese quien pueda ha aprendido a vivir, a sobre-vivir.

Mi preocupación.

En primer lugar estoy convencido de que esa vergüenza que deberíamos estar sintiendo tiene su origen en la escuela que tenemos que afianza una cultura detestable de indiferencia, indolencia, individualismo, no participación y lamentablemente de indignidad con sus prácticas y exigencias que no son otra cosa que la concreción de una estructura escolar hecha para reproducir (y fortalecer) la sociedad en que vivimos. En segundo lugar pienso que en el momento, aunque las preocupaciones importantes y evidentes se centran en la cobertura tanto de la educación superior como de la primera infancia y en la educación para el trabajo y la investigación, el cuestionamiento a lo que efectivamente se hace y lamentablemente se consigue en la escuela, en el espacio de la formación propiamente dicha, debe ser motivo de discusión y transformación.
No podemos “mirar para otro lado”, hay que asumir. Las escuelas nuestras no son democráticas, son más bien centros de autoritarismo en donde la obediencia hasta límites del servilismo son la condición de supervivencia en ellas.
Y mientras no logremos esas experiencias de vivir la democracia no lograremos ciudadanos capaces de participar, de sentir las exigencias que surgen de la autonomía, de admirar las formas de organización que surgen de los colectivos que han inventado las normas, de construir ideales que superan los sueños individuales de cada quien.
De nada nos servirá formar los mejores científicos y profesionales si no contamos con esa formación democrática que garantiza la indignación y la protesta. Eso ya se vivió hace 90 años en la Alemania nazi.
La escuela no puede ser el templo a la verdad que no existe, con currículos como colecciones de verdades que nuestros estudiantes tienen que memorizar y repetir. La escuela no puede continuar siendo un ejemplo más de los currículos universales que imponen búsquedas que no son las nuestras y saberes universales que ignoran los nuestros y que ocultan posibilidades de ser, de realización, derivadas de nosotros mismos y de nuestro entorno.
La escuela no puede mantenerse en las dinámicas de la exclusión. Tenemos que exigir que se incluya en la escuela no solamente a toda nuestra población con sus culturas, necesidades y posibilidades sino al país mismo que no es ni quiere ser un simple ejemplo de esa cultura universal precaria que siembra inequidad y miseria. Las determinaciones administrativas son muy importantes y todos tienen derecho a la educación. Pero también vale la pena preguntarnos, a cuál educación.