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Ya sabemos que se volvió costumbre sacar a la palestra pública las discusiones del día a día, unas  muy importantes, otras triviales.  Entonces tenemos foros, paneles, debates.
Ello debería ser un aporte a la democracia ya que supone que así se someterán a discusión amplia las políticas y las decisiones. Existen sin embargo dudas al respecto.
 
1. Puede ser que lo prioritario del debate sea lograr el ambiente de farándula, de tal suerte que a los espectadores no les preocupa si las decisiones o los argumentos son justos o no,  sino por saber, en los vaivenes del espectáculo “quién va ganando” o “cómo va la cosa”. Porque se da lo insólito. Hubo un momento en que en una venta dolosa y comprobada como dolosa para las dos partes, existía pena para el que vendía pero no para el que compraba: el que vendía era culpable y el que compraba era inocente. (Caso de Yidis). Entonces la atención no se centra en el delito que se juzga sino en la manera como hábilmente se elude la aplicación de la justicia ya sea por falsos testigos o por vencimiento de términos o por amenazas o, simplemente, por picardía irresponsable ante la que nos hemos acostumbrado a sonreír.

2. Puede ser también que se convierta en una exhibición de argumentos mentirosos, basados a veces en datos mentirosos que se comentan y que inmediatamente se muestran como mentirosos. Entre personas dignas, cuando se comprueba que alguien miente esa persona pierde la posibilidad de continuar participando de las discusiones: No discutimos con alguien que sea capaz de mentir. Se puede tolerar a quien no sabe argumentar, a quien no conoce algunos hechos o los datos (los ignorantes), pero no a quienes mienten. Pero aquí, en nuestra prensa farandulera los participantes mienten impunemente y continúan mintiendo y continúan participando del programa. Insisto, si alguien en un debate miente eso no es una falta leve, eso es falta de respeto y debería sancionarse.
 
3.  A veces lo que se discute es definitivamente importante y lo que está en juego es trascendental. En esos casos, no podemos equiparar las opiniones, por bien expuestas que sean, o los deseos por llamativos que se presenten, con datos y puntualizaciones provenientes de la investigación, de la ciencia o de la academia en cuanto tal.
 
Si la ciencia nos ha llevado a contar con las alternativas tecnológicas contemporáneas que disfrutamos y que admiramos es también por el rigor que acompaña a las decisiones que se toman. Y, en esto debemos ser rigurosos. El problema es que estamos cayendo en extremos peligrosos. Si bien todos podemos opinar sobre todo, la palabra de los especialistas es importante.
 
Por ejemplo, si vamos a hablar sobre de una epidemia, debemos contar con el médico. Si se trata de un tema de educación, la palabra del maestro es importante, no de quien simplemente da clases, no!, de un maestro. Al respecto es fácil encontrar hoy eventos, congresos y conferencias de educación y pedagogía en las que quienes hablan son los economistas, ingenieros y diseñadores mientras los grandes ausentes son los maestros. Eso también es falta de respeto.
 
Tenemos pues que los realities de opinión, que son muy entretenidos, son también muy peligrosos. Y no es conveniente que los medios de comunicación en su afán por ganar sintonía sacrifiquen la verdad, la seriedad y la responsabilidad. Si queremos que los debates sean significativos en el ejercicio de la democracia y la posibilidad de participar, se debe exigir más rigurosidad y más respeto.
 
Ahora bien, cualquiera no puede decir cualquier cosa sobre todo. El que sea nobel de medicina no autoriza al personaje a hablar con la misma autoridad de deportes o de educación o de urbanismo. Y el que un economista sea bueno, ello no valoriza sus opiniones sobre la formación de los niños.  Claro que todos pueden hablar de todo, pero no debemos confundir una opinión de cualquiera con la opinión de alguien que de verdad sabe.
Dino Segura